viernes, 7 de diciembre de 2012

Circulando el Morales Moralitos

Cuando Luis Caro me comunicó la publicación de su libro, esperaba un relato de crónicas. Crónicas interesantes porque un hombre que al lado de su sensibilidad artística, y calidad como intérprete, conjuga una ternura y sencillez; porque un exiliado de la cruel dictadura argentina realiza un enorme viaje en las condiciones más difíciles: con su mujer y su hija recién nacida, que de todos modos es también un estimulante para superar las dificultades; porque su facilidad para contar las cosas de manera amena, garantizaban una lectura interesante. Lo que no esperaba era la calidad literaria de Luis Caro, la facilidad para narrar con un lenguaje elegante y sencillo, con un uso del lenguaje cotidiano al mismo tiempo que uno literario muy fino.
Estructurado como una serie de relatos breves, sin embargo nos muestra un hilo que desemboca brillantemente en ese tren con los habitantes del Molino a quienes generosamente los conduce al Purgatorio, aunque se trate del tren del infierno. La presentación inicial con la descripción de la llegada de Perón está muy bien lograda. Los personajes se nos quedan en la memoria, totalmente vivos, quizá reclamando mayor protagonismo posterior. Es decir, como una buena obra, nos deja las ganas de una segunda parte. De repente Luis Caro hace el esfuerzo de completar estos relatos con otros del mismo corte, o extiende luego algunos personajes, o nos brinda otra obra que nos ayude a gozar el momento de la vida. Porque la vida se goza por momentos, por ello la magia de la buena canción que nos da las mejores sensaciones en los instantes en los que la escuchamos (o ejecutamos según sea el lado). Leer el libro es como gozar esos momentos escuchando una buena canción, es oír a Luis Caro y su guitarra contándonos vida y acompañados del buen vino.
Como la amistad puede llevar a regalar elogios a los que no lo merecen (yo regalo mas bien silencios, pues hasta las críticas negativas deben darse sólo a los que las merecen pues sirven de algo), les incorporo uno de los relatos, para que puedan buscar el libro.
La Preferida Luis Caro
Fin de un sueño. El campeón argentino Anemia Pardales maltrató al marplatense Juan Bocha Patané. La Capital, 12/11/1967
La noche en que Bocha peleó por el título, estábamos sus discípulos de siempre: el Zurdo García, el Loco Miraglia, Batata Lapadula y yo, que cantaba en los entrenamientos y me decían Gardelín. Llevamos papel picado casero, serpentinas y matracas; aquella velada logramos contagiar el fervor a todo el estadio. Los pibes que aprendíamos en la escuela de box del Estadio Bristol teníamos entrada libre a La Preferida, una tribuna en voladizo frente al ring side. Juan Bocha Patané era un laburante de la construcción. Después de trabajar entrenaba dos o tres horas, todos los días. Nos prestaba los guantes profesionales para hacer sombras, nos enseñaba los códigos del oficio y a veces guanteaba con nosotros, casi sin tocarnos.
Los Preferidos, como se nos conocía, le enrollábamos las vendas, le alcanzábamos el agua, las sogas, le atábamos los cordones de las botas. Asistíamos felices a nuestro campeón y admirábamos su esfuerzo. Ocasionalmente, después de ganar alguna magra bolsa, nos invitaba a La Ponderosa, a comer pizza con agua.
Bocha era un padre para esos pibes que no tenían padre. Al Zurdito García le pagó la penicilina para sacado de una blenorragia crónica. Él en persona fue a a la Comisaría Primera a buscar a Miraglia, que había caído por intento de robo. Con Batata Lapadula la cosa fue más complicada: tuvo que hablar con un juez, habitué del Brístol, para que intercediera en su favor. Batata encontró al padrastro abusando de su hermano y no esperó: le dio una paliza brutal al violador y lo empaló con una escoba hasta dejado casi muerto.
Conmigo Bocha parecía tenerla más sen¬cilla, pero no. Un día se mandó por las suyas al sindicato de músicos, donde ensayaba la orquesta típica de Juancito Liste. El- maestro, conocido del barrio, apreciaba mi entusiasmo juvenil, y de vez en cuando me permitía cantar algún tanguito.
-Dale, Gardelín -era la invitación del maestro-; entrá a tempo, pibe. . Bocha sabía que el sueño de cantor era más fuerte que mis puños, y fue a presionar al viejo director para que me incorporase a la orquesta. Después de escuchar respetuosamente los argumentos incoherentes y deshilvanados del Bocha, el maestro Liste, con voz arrabal era, le preguntó: -Disculpe, pero ¿usted quién es? -¿Cómo quién soy? -dijo Bocha- Yo soy Juan Patané; campeón marplatense de la categoría mediano. -y a mí qué carajo me importa, señor Patané- contestó el maestro, para dar por terminada la entrevista.
Esa noche olvidé mis fantasías de entrar a la orquesta estable. Por el tiempo de la gran pelea, Bocha tenía más de treinta años y unos setenta combates profesionales. Éste no era uno más: era la pelea soñada, la pelea por el Título Argentino, la que podía instalado en el ranking mundial de la AMB, y tantas cosas más. Era la única oportunidad; la primera en su larga carrera y tal vez, por su edad, la última. La condición ineludible era superar a un gran campeón como el santafecino Anemio Pardales, y Bocha lo sabía. Se preparó como nunca, y más que lo esperado. No alcanzó.
Esa noche escuché por primera vez a un periodista especializado repetir, al costado del ring, una palabra que nosotros no usábamos: "talento". Según el relator, a Pardales le sobraba y, por desgracia, el Bocha Patané no tenía.
-¿Qué "polenta" dice este gil?-preguntaba el Zurdito García. -No, Zurdo, no es "polenta": la palabra es "talento"-le expliqué. Entonces, el Zurdito frunció el ceño y me preguntó: -¿Qué carajo es "talento", Gardelín?
La elegancia de Pardales para caminar el ring, la velocidad de las combinaciones, la variedad de golpes, el tiempo con que manejó el combate, fueron una cátedra de box para todos nosotros y también para el Bocha, lamentablemente. Lo peor fue que, como se había preparado bien, aguantó de pie toda la pelea.
Después de escuchar el fallo innecesario del jurado, los boxeadores, con los suyos, se retiraron al vestuario. Al llegar comprobaron que por la rotura de un caño del albañal, se había inundado el recinto. El productor de la pelea, Orestes Lamaña, propuso a los púgiles ducharse en el gimnasio, debajo de La Preferida. Partimos el campeón, envuelto en una frazada vieja; su asistente, el Bocha sudado, todavía sangrando, y más atrás, completando la procesión, los Preferidos, cabizbajos y en silencio. Lamaña abrió el gimnasio y se esfumó.
Llegando, los Preferidos, que conocíamos cada rincón, tomamos la iniciativa encendiendo la escasa luminaria. Luego de pasar los dos rings muletas, las tres bolsas y la pera, llegamos al fondo. Había una ducha eléctrica, de flor pequeña., apenas separada por una mampara de lona verde. La encendí y me quedé, atento mientras la usaban, al lado del interruptor: conocíamos las patadas mañosas e intermitentes de nuestro baño diario.
Los púgiles, extenuados, pusieron sus cuerpos desnudos espalda con espalda, nalga contra nalga, y ahí, con un hilo de agua y en el silencio del gimnasio desierto, se bañaron como viejos amigos. El Zurdo le alcanzó un pedacito de jabón al Bocha, y el Bocha se lo extendió a Pardales. El agua salía tibia un rato y luego hirviendo, sucesivamente. Cuando se extinguió, los escuché hablar, casi íntimamente:
-¿Y Lamaña dónde está? -preguntó Bocha- ¿Cuánto hicimos de bolsa? -No sé, Bocha, pero por la cara de culo que tenía comentó Pardales. -Qué cagada; justo ahora que iba a comprar un camioncito de ladrillos para la pieza de los pibes- se lamentó Bocha. -No te preocupes -aseguró el campeón-: si te falta algún peso yo te lo dejo. Salimos del gimnasio. Mientras se saludaban, apagué las luces del gimnasio. Habían apagado las del estadio. La oscuridad hizo que saliéramos despacio, en silencio, hasta la calle vacía.
Bocha saludó y se alejó. Fue hasta el farol de la esquina, encendió un cigarro y esperó el 572 Luis Caro.